MI PRIMERA CITA
Era mi primera cita. Salí de casa sumamente nerviosa; no sabía qué era
aquello. Además era la primera vez, sin embargo, yo lo había prometido
y no podía echarme atrás. No debía tener miedo. Al fin y al cabo era
yo quién había pagado por él. Cuando llegué al quicio de la puerta un
escalofrío estremeció todo mi cuerpo. Cuando la puerta se abrió, tuve
que hacer un esfuerzo por controlar el temblor de las piernas. Entré.
Él me estaba esperando, e inmediátamente me tomó por el brazo y me
llevó a una habitación. Con la mayor cortesía me invitó a acostarme.
Aunque era la primera vez que hacía aquello, cuando le vi me inspiró
confianza y comprendí que no podría encontrar una persona más adecuada
para hacerme lo que él estaba a punto de hacer. Poco a poco, se fue
acercando. Creo que notó mi nerviosismo, y trató de tranquilizarme
diciéndome que sabía lo que había que hacer, cómo y donde hacerlo. Lo
había hecho cientos de veces y nunca había recibido ninguna queja. Por
fin, cuando mis músculos comenzaron a relajarse, me indicó cual era la
postura más adecuada y poniéndome la mano en el hombro continuó
diciéndome cosas agradables para darme ánimos. La proximidad entre los
dos se hizo casi dolorosa, sentí la presión de sus manos en mi brazo y
el cálido y agradable aliento de su boca acercarse a mi rostro. De
repente me entró algo duro. Me cogió de sorpresa; mi cuerpo no estaba
acostumbrado a este tipo de experiencias y comenzó a temblar. Pasaron
unos minutos que a mí me parecieron siglos; de pronto comencé a sentir
un dolor insoportable y lance un grito a la vez que todo mi ser se
estremecía. A medida que transcurrían los minutos el dolor se iba
haciendo más y más fuerte y no tardó en empezar a salirme sangre. Le
dije que lo sacara, que me estaba doliendo mucho, pero me dijo que ya
casi estaba y que no podía dejarlo así. Grité angustiada y dolorida
hasta que me saltaron las lágrimas. Inesperadamente el dolor cesó y mi
cuerpo fue recorrido por una indescriptible sensación de bienestar.
Entonces me di cuenta de que todo había acabado, ya no tenía sentido
seguir protestando. Llegó la hora de marcharse. Le agradecí al
DENTISTA que me hubiese sacado esa muela que tantísimo me dolía, y me
despedí pidiéndole disculpas por mi exagerado comportamiento.
¡¡¡ADIOS DENTISTA!!!
(anónimo)